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El gentil arte de ganarse enemigos

Juan José Santos

Publicado el 6 agosto 2024
Ilustración de Danila Ilabaca

Siguiendo el espíritu de este proyecto, entremos a un tribunal para asistir al juicio al arte.

Hace 150 años el artista James McNeill Whistler acabó su pintura Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo. Una descripción poco concreta (por no decir, todavía, abstracta) de una fiesta con fuegos artificiales en los Cremorne Gardens del Chelsea londinés. Manchas, pinceladas en trance, unos puntitos dorados y la tímida entrada de la luz en un óleo primordialmente negro. Se adelantó varias décadas a la radical abstracción de Vassily Kandinsky, pero quién iba a saber eso en 1874. Desde luego, no los críticos.

A John Ruskin no le gustó nada ese cuadro. Y lo dejó por escrito: “Nunca imaginé que un gallito pediría 200 guineas por lanzarle un bote de pintura al público…” Whistler, nada amigo de las críticas negativas (que se lo digan a Oscar Wilde), decidió pasar a la acción. No pintando un cuadro más grande, ni tirando un cubo de pintura a Ruskin. Lo demandó ante la justicia por difamación.

El juicio ha pasado a la historia como un ejercicio de análisis del “honor del artista” frente al trabajo del crítico. Y ganó lo primero. Ruskin fue condenado a pagar un cuarto de penique a Whistler. Desde entonces, éste último llevaría el penique en su reloj de cadena.

El juez le dio la razón a Whistler, estableciendo un antecedente, una jurisprudencia, muy inquietante. Los críticos ya no podrían opinar negativamente de una obra de arte, ya que esa opinión dañaba el buen nombre del creador. La prensa de la época publicó su juicio paralelo, que fue condenatorio para ambos contendientes, como demuestra esta tira cómica:

El juez:

-¡Crítico malo, por utilizar ese lenguaje…!

-¡Pintor tonto, por llevarlo a juicio por eso…!

Unos años más tarde, James Whistler volvió a la carga publicando El gentil arte de hacer enemigos, repitiendo el mantra de que los que se dedican a la crítica lo hacen porque no son capaces de ser buenos artistas: “¡Qué mayor sarcasmo puede transmitirse el señor Ruskin a sí mismo que predicar a los jóvenes lo que él no puede realizar!” el escribió. “¿Por qué, insatisfecho con su propio poder consciente, debería elegir convertirse en el tipo de incompetencia que habla durante cuarenta años de lo que nunca ha hecho?”

Lo cierto es que la crítica perdió el caso, pero no el juicio.

La escritora especializada en Whistler Linda Merrill describe[1] que el artista por entonces contaba con una maltrecha situación económica, motivada por las deudas adquiridas en la construcción de una casa en el mejor barrio de la ciudad. Para ella, la motivación del artista de llevar a juicio al crítico responde a una necesidad económica: creía que su victoria en los tribunales le ayudaría a cubrir las necesidades de su alto tren de vida. Más allá de apuntalar su estatus como intocable. Lejos de resarcirse, el medio penique le costó caro. El artista triunfante acabó en bancarrota. Bancarrota de su economía, y de su prestigio. Al contrario del de Ruskin, que, en el largo plazo, fue elevado como antecedente del pensamiento crítico enfrentado a la pompa y maquinaria del artista-producto.

[1] A Pot of Paint: Aesthetics on Trial in Whistler v. Ruskin, 1992.

John Ruskin, gracias a su derrota, ha sido identificado como el crítico antagonista de ese tipo de artista.

Paul Thomas Murphy analizó el juicio y llegó a una conclusión: “Quién ganó el Whistler vs. Ruskin? Ninguno. O, mejor dicho: los dos”. En el libro de Murphy[1] se profundiza en la postura de Whistler, quien estaba más centrado en lograr reconocimiento que en su arte. Añade, además, el hecho de que para Ruskin la oscuridad de la obra de Whistler era tangencial a su preocupación por la “nube negra” (el crítico fue uno de los primeros en mostrar sensibilidad por el medio ambiente y la contaminación londinense).

El crítico Jonathan Jones escribió que “Ruskin representó el alto modernismo, y Whistler se erigió como el primero en una tradición de ‘bajo modernismo’ que recorre a Duchamp y Dalí hasta el día de hoy”.

Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo, por cierto, no ganó “el juicio de la historia”; hoy casi nadie se acuerda de ella. Whistler si trascendió su época inaugurando un arquetipo: la del artista fanfarrón, obsesionado con mantener limpia su honra, por ser el centro de atención mediático, con atizar a la crítica, y con convertirse en “marca”. Y John Ruskin, gracias a su derrota, ha sido identificado como el crítico antagonista de ese tipo de artista.

[1] Falling Rocket: James Whistler, John Ruskin, and the Battle for Modern Art (2023) de Paul Thomas Murphy.

El mundo del arte se ha polarizado, desembocando en una guettotización que nada tiene que ver con talentos artísticos.

Pero ese arquetipo es magnético. Las redes sociales han apuntalado su figura; artistas que gastan más tiempo -y dinero- en ganar followers que en trabajar en sus obras. Que acaparan poder y contactos que no dudan en usar como ariete contra aquellos que no genuflexionan ante él. Que se transmutan en haters frente a quienes argumenten en su contra. Que solicitan la cancelación de aquellos que se atrevan a criticarlo.

El mundo del arte se ha polarizado, desembocando en una guettotización que nada tiene que ver con talentos artísticos. Más bien con adhesiones personales. Ante esto, la crítica oscila entre aquellos que trabajan para una intranet, una revista corporativa ventrílocua del artista whistleriano, o el crítico que paga gustosamente el cuarto de penique, y sigue a lo suyo: a la argumentación, al análisis desprovisto de intereses personales, y a la constante respuesta a la permanente pregunta:

¿A quién sirve mi crítica?

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